domingo, 23 de agosto de 2009

Capítulo II: Ojos de perro

Al salir de la cama, Santiago apoyó por primera vez los pies en el mundo; y como si de un explorador que estuvo encerrado durante 17 años se tratara, tomó el viejo gamulán que había heredado de su abuelo y salió a recorrer el pueblo.
Cuando abandonó la casa, el sol golpeó sus ojos haciendo que éstos se cerraran automáticamente. Le llevó unos segundos acostumbrarse al brillo del día. En ese momento la voz de su conciencia se hizo presente…

– Es la primera vez que usas la vista, no para mirar, sino para ver…

El cielo era de un celeste intenso. Ni una nube se hacía visible, sin embargo la temperatura era muy baja. El invierno ya estaba haciéndose notar.
Al caminar por las calles en las que había crecido, el tiempo pareció ser ajeno a él. No sintió hambre ni cansancio. Solo cuando encendió el último cigarrillo y arrojó el paquete, dedujo que habían pasado varias horas; ya que él no fumaba mucho y casi los diez tabacos con los que había salido de su casa, ya estaban en sus pulmones.
Santiago se encontraba atravesando una plaza y decidió sentarse junto a un árbol a reflexionar.
Fue en ese instante, cuando dos situaciones le llamaron mucho la atención: Comenzó a seguir con la mirada a un perro que deambulaba por el lugar. Por su aspecto sucio y débil, supo que era callejero y andaba buscando algo que comer. De pronto, el animal se cruzó en el camino de un anciano que, al mirarlo, se inclinó levemente y mientras que con su mano izquierda tocaba su propia espalda – como si esa postura le valiera un gran esfuerzo –, con la otra acarició lentamente la cabeza del can durante unos segundos, mientras que de su boca – con una sonrisa – salían algunas palabras que Santiago no pudo escuchar.
El anciano siguió su camino y el perro tras observarlo unos instantes mientras se alejaba, continuó su búsqueda; pero esta vez con una vitalidad alucinante. Ya no se lo veía como un animal callejero, se lo veía feliz…

Al dirigir su mirada hacia los juegos de la plaza, la segunda situación estaba en progreso. Dos niños de aproximadamente cinco años se hamacaban y llamaban a su padre – que se encontraba a escasos metros – para que los vea jugar. El hombre, que llevaba traje y un gran reloj de oro en su mano derecha, estaba hablando por teléfono con un tono alto y nervioso; ignorando por completo la hermosa escena que estaban realizando sus hijos.

– ¡Te dije que presentaras los papeles de Acosta antes de las tres! – decía –. ¡El lunes a primera hora tiene que estar todo sellado!

Pasaron varios minutos, pero todo seguía igual que al comienzo.


Santiago no podía entender la felicidad del perro al recibir una simple caricia y mucho menos la actitud de ese hombre; que lo único que tenía de padre, eran sus hijos…
Lo que sí entendió fue, que definitivamente, prefería al perro…

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