domingo, 23 de agosto de 2009

Capítulo III: La primera noche

Al caer el Sol en esa pelea infinita de astros que no tiene principio ni fin, Santiago se encontraba camino a su casa.
Seguía pensando en la sensación que recorría su cuerpo desde la mañana y como si de una máquina se tratase, sus pasos parecían marcar el ritmo de un tango de Piazzolla.
Con las manos en el resguardo de los bolsillos del gamulán gastado por el paso de los años, y la cara -sin expresión alguna del frío que la atravesaba- dejando salir el aire que se transformaba en vapor al abandonar su nariz; Santiago tenia la mirada perdida en su sombra, que se renovaba constantemente al pasar por debajo de las luces que iluminan las calles, pero no la noche.
Esta imagen se repitió durante varias cuadras y a cada paso que daba, se hundía más y más en su mente. Aparentemente esta sucesión de movimientos lo llevaría a su casa, pero muy dentro de él, sabía que no sería así.
Al acercarse a una esquina por donde se repetía la misma situación que en las anteriores - cruzando, algún auto con los vidrios empañados por la calefacción; o la bicicleta de un obrero que, tapado hasta la nariz, regresaba a su casa cansado-; una voz sacó a Santiago de ese trance interno que ya llevaba varios minutos.
Era un sonido diferente a cualquier otro. Era el de unas cuerdas vocales gastadas por el humo, el alcohol, el llanto y la vida, el que retumbó en el universo del joven y lo trajo de vuelta a la realidad…

- Pibe, ¿Tenés fuego?

El joven frenó su marcha como si una pared invisible lo hubiese golpeado. Un escalofrío recorrió su nuca y espalda – no había notado la presencia de este hombre –. Al girar la cabeza observó a una persona de unos sesenta años, con el pelo blanco y peinado hacia atrás. La sombra en la zona inferior de su cara delataba que no se afeitaba hacía unos días. Sus ojos penetrantes miraban al muchacho desde arriba; y su aspecto elegante se reflejaba en un traje gris y antiguo, pero bien cuidado.
Al mirar el pucho que sobresalía por debajo del fino bigote de este caballero, Santiago recordó la pregunta y sacó el encendedor de su bolsillo.

- Se agradece – dijo el hombre, mientras el humo de la primera pitada se escapaba de su nariz y boca –.
- De nada – respondió –.

Tras un pequeño movimiento de su cabeza en señal de saludo, el señor se alejó unos metros e ingresó en un lugar que Santiago recordaba haberlo visto muchas veces desde afuera.
Pensó unos segundos en este personaje; en su voz, su apariencia y su mirada. Supo que era alguien que había vivido mucho. Alguien que estaba preso en sus recuerdos, en sus alegrías y en sus penas; pero que seguía de pié…
Sin dudarlo, siguió sus pasos y se paró frente a la entrada de este local. Levantó la mirada. Un cartel de chapa, sobre la puerta, daba a conocer el nombre del lugar: “Vinilos”


Estiró la mano… y abrió la puerta…

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